La exitosa película Roma expone un mundo de trabajo muchas veces invisibilizado y abre nuevos debates sobre una relación laboral que, de la confianza y el cariño a la desigualdad social y de género, siempre es compleja.
Cleo es una de las dos empleadas domésticas de una familia de clase media-alta de Roma, un barrio residencial de la ciudad de México DF, en 1970. Allí transcurre sus días, la mayor parte de su mundo gira en torno a las vidas de otros. No parece tener otro universo conocido o -si lo hay- se vislumbra el de la pobreza. Su trabajo se funde con su vida. Limpia, plancha, cuida y atiende a los niños de esa familia sin escatimar amor. Su entrega es total. Recibe a cambio contención y una relación paternalista de familiaridad y afecto que está mediada por un sueldo. Es el último eslabón de una cadena de cierto maltrato de una familia que se derrumba; y, también, de una rueda de mujeres sosteniéndola. Aunque pasaron casi 50 años, Cleo y su entorno laboral muestran en la multipremiada película Roma (y candidata a varios Oscar) del director Alfonso Cuarón, porciones de la realidad del sector que, junto con el Comercio, más mujeres ocupa en la Argentina (16,1%; 30,5% en la ciudad de Buenos Aires, según la Encuesta Permanente de Hogares 2017) y da cuenta de que el destino habitual del género a lo largo de la historia -aunque esto parece estar cambiando-, ha sido el de las tareas del hogar y del cuidado. La historia de Cuarón sobre este universo femenino expone, además, la soledad y un manojo de abusos, muchas veces naturalizados.
El empleo doméstico es un encuentro de clases sociales con un estatuto muy especial: el empleador abre las puertas de su intimidad, muchas veces se deja en manos de la trabajadora durante varias horas al día lo más preciado que una persona tiene en el mundo (sus hijos), en ocasiones se establece un vínculo de afecto mutuo y no hay una correlación entre la remuneración y semejante responsabilidad (incluso a veces roza el límite o es explotación). Pero cuando las condiciones laborales son medianamente razonables, las empleadas acceden a bienes (simbólicos, culturales) e incluso a servicios a los que no accederían con otro tipo de trabajos acordes a su escaso nivel de estudios (34,7% tiene primaria completa y 25% secundaria incompleta); los empleadores se nutren de un mundo con el que quizá nunca hubieran tenido contacto y, cuando no hay formalización, es la naturalización absoluta de la desigualdad.
Según las estadísticas oficiales, casi la totalidad de las 962 mil trabajadoras de casas particulares en la Argentina son mujeres. Cuatro de cada diez tienen 50 años o más (“es un rubro envejecido”) y solo 5% trabaja como Cleo sin retiro” (o cama adentro, como suele decirse). Del resto, la gran mayoría (62%) lo hace para un solo empleador. Desde 2013 existe la ley 26.844 que equipara sus derechos al del resto de los trabajadores. Si bien entre 2003 y 2016 aumentó 400% la formalización, aún alrededor del 65% está en negro (no tiene obra social, ni días por enfermedad, ni licencia por maternidad, ni ART, ni días de estudio, ni indemnización por despido). Casi la mitad de las trabajadoras no registradas del país son de este sector (46,8%). Cerca de la mitad vive en los hogares del quintil per cápita familiar más pobre (entre el resto de las asalariadas, es el 14%) y tienen una mayor carga de trabajo doméstico en sus propios hogares. Roma muestra la esencia absolutamente vigente de una relación laboral y humana compleja, arraigada en la desigualdad de oportunidades.
bajadoras domésticas: radiografía de un vínculo
La exitosa película Roma expone un mundo de trabajo muchas veces invisibilizado y abre nuevos debates sobre una relación laboral que, de la confianza y el cariño a la desigualdad social y de género, siempre es complejaLa exitosa película Roma expone un mundo de trabajo muchas veces invisibilizado y abre nuevos debates sobre una relación laboral que, de la confianza y el cariño a la desigualdad social y de género, siempre es compleja
Cleo es una de las dos empleadas domésticas de una familia de clase media-alta de Roma, un barrio residencial de la ciudad de México DF, en 1970. Allí transcurre sus días, la mayor parte de su mundo gira en torno a las vidas de otros. No parece tener otro universo conocido o -si lo hay- se vislumbra el de la pobreza. Su trabajo se funde con su vida. Limpia, plancha, cuida y atiende a los niños de esa familia sin escatimar amor. Su entrega es total. Recibe a cambio contención y una relación paternalista de familiaridad y afecto que está mediada por un sueldo. Es el último eslabón de una cadena de cierto maltrato de una familia que se derrumba; y, también, de una rueda de mujeres sosteniéndola. Aunque pasaron casi 50 años, Cleo y su entorno laboral muestran en la multipremiada película Roma (y candidata a varios Oscar) del director Alfonso Cuarón, porciones de la realidad del sector que, junto con el Comercio, más mujeres ocupa en la Argentina (16,1%; 30,5% en la ciudad de Buenos Aires, según la Encuesta Permanente de Hogares 2017) y da cuenta de que el destino habitual del género a lo largo de la historia -aunque esto parece estar cambiando-, ha sido el de las tareas del hogar y del cuidado. La historia de Cuarón sobre este universo femenino expone, además, la soledad y un manojo de abusos, muchas veces naturalizados.
El empleo doméstico es un encuentro de clases sociales con un estatuto muy especial: el empleador abre las puertas de su intimidad, muchas veces se deja en manos de la trabajadora durante varias horas al día lo más preciado que una persona tiene en el mundo (sus hijos), en ocasiones se establece un vínculo de afecto mutuo y no hay una correlación entre la remuneración y semejante responsabilidad (incluso a veces roza el límite o es explotación). Pero cuando las condiciones laborales son medianamente razonables, las empleadas acceden a bienes (simbólicos, culturales) e incluso a servicios a los que no accederían con otro tipo de trabajos acordes a su escaso nivel de estudios (34,7% tiene primaria completa y 25% secundaria incompleta); los empleadores se nutren de un mundo con el que quizá nunca hubieran tenido contacto y, cuando no hay formalización, es la naturalización absoluta de la desigualdad.
Según las estadísticas oficiales, casi la totalidad de las 962 mil trabajadoras de casas particulares en la Argentina son mujeres. Cuatro de cada diez tienen 50 años o más (“es un rubro envejecido”) y solo 5% trabaja como Cleo sin retiro” (o cama adentro, como suele decirse). Del resto, la gran mayoría (62%) lo hace para un solo empleador. Desde 2013 existe la ley 26.844 que equipara sus derechos al del resto de los trabajadores. Si bien entre 2003 y 2016 aumentó 400% la formalización, aún alrededor del 65% está en negro (no tiene obra social, ni días por enfermedad, ni licencia por maternidad, ni ART, ni días de estudio, ni indemnización por despido). Casi la mitad de las trabajadoras no registradas del país son de este sector (46,8%). Cerca de la mitad vive en los hogares del quintil per cápita familiar más pobre (entre el resto de las asalariadas, es el 14%) y tienen una mayor carga de trabajo doméstico en sus propios hogares. Roma muestra la esencia absolutamente vigente de una relación laboral y humana compleja, arraigada en la desigualdad de oportunidades.
“El trabajo doméstico tiene sus particularidades, es una tarea que no se parece a ninguna otra. No la podemos comparar con una empleada de una fábrica o bancaria. Reviste características únicas. Se desarrolla intramuros, convive en el seno de la familia, cuida a sus niños enfermos, lava su ropa y conoce secretos familiares, lo cual hace que quien maneje el conflicto cuando este estalla, necesite tener el expertise necesario para comprender esa mezcla que se arma entre confianza, cariño y dinero”, sostiene Marcela Cortines, presidenta del Tribunal del Servicio Doméstico del Ministerio de Trabajo nacional (único en el país, en Sudamérica y hay quienes dicen que en el mundo) y quien dirige un equipo de mediadores que interviene en los conflictos en el ámbito de la ciudad.
Según Santiago Canevaro, investigador del Conicet y docente en la Universidad Nacional de San Martín, la Argentina, y Buenos Aires en particular, se caracterizan por una mayor “permeabilidad” entre diferentes sectores sociales -que él atribuye a la combinación entre la influencia histórica del peronismo y a la mayor heterogeneidad y fragmentación de los sectores medios empleadores- que torna particularmente rico, lábil y complejo este vínculo entre empleadora (en general son las mujeres las que gestionan la relación) o empleador y empleada. A pesar de que el film de Cuarón, basado en el recuerdo de su propia vida, cuenta una historia de otra época y otro país, muestra con mucha precisión y sutileza todo este entramado afectivo local del que habla el académico argentino. Que es muy diferente, por ejemplo, a lo que sucede en Estados Unidos, Holanda o Alemania, donde la relación es más profesional y está estandarizada (está delimitado y tarifado específicamente el tipo de trabajo: lavar platos, ordenar, planchar, etcétera); o Brasil, Colombia o Perú, donde hay una mayor distancia en el vínculo, marcada por la jerarquía.
Canevaro dedicó su tesis doctoral a desentrañar esta relación. Entrevistó, observó y acompañó a 110 empleadas y empleadoras de la ciudad de Buenos Aires y asistió a juicios laborales que, como le comentó un abogado, “pueden ser más feroces que los de un divorcio”.
“Es una película bastante despojada y sutil. Cuarón no quiere mostrar especialmente la opresión, pero tampoco omitirla. En muchas escenas hay, entre comillas, amor verdadero, que es algo que no es racional -opina Canevaro, quien rechaza el análisis que pone el foco en este vínculo afectivo como algo puramente instrumental-. Hay muchas escenas en las que las dos, empleada y empleadora, están mal, se necesitan mutuamente. Quizás parafraseando a Borges, podríamos decir que no las une el amor sino el espanto, que vendrían a ser esos dos hombres en sus vidas para las dos protagonistas de la película. De allí que para ellas el equilibro es estar unidas, las salva la unidad que sí, es jerárquica, pero no deja por eso de haber una relación afectiva, como sucede la mayoría de las veces en la realidad”.
La película “ilustra la compleja cotidianidad de las vínculos entre las personas de una familia y sus trabajadoras domésticas -dice Natalia Gherardi, directora del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA)-, donde el género y la clase muestran todas sus marcas. Un universo de dominio femenino donde el hombre de la casa está ausente aún para dirigir sus propios pedidos a la empleada: no pide el té de la noche, ni reclama por la suciedad del perro por sí mismo: la interlocutora siempre es la señora”.
La antropóloga estadounidense Mary Goldsmith entrevistó en México a trabajadoras de un sindicato, luego de ver Roma todas juntas. Las mayores, que habían tenido experiencia de trabajo sin retiro, dijeron sentirse plenamente identificadas con la realidad de Cleo y con la relación con su empleadora.
Las dependencias y fragilidades afectivas de Cleo y su empleadora remiten a los personajes, en otro momento de sus vidas, representados por Norma Aleandro y Norma Argentina en la película Cama adentro (2005), del argentino Jorge Gaggero, que también rompe con miradas maniqueas y cuenta una historia de dos mujeres que conocen sus secretos y se sostienen a su manera, en los momentos en los que parecen naufragar.
Para el investigador, esta cercanía de clases que se complejiza por la cercanía afectiva muchas veces empaña el reconocimiento de la relación laboral: “El 97% de las empleadoras habla de que tiene alguien que la ayuda en la casa, con lo cual ya ubica el vínculo a otro nivel. Pero además se vuelve muy difícil para un empleador pensarse como patrón, porque tiene una imagen del patrón déspota. Ahora, pueden opinar en contra de los peones explotados pero, hablando en términos generales, nunca le aumentan a la empleada o nunca hicieron aportes. Esto claramente comenzó a cambiar en los últimos cinco años, pero no deja de percibirse una doble moral, hacia afuera y hacia adentro”.
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